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Las noches son lo más difícil. Te atormentas, lloras y ríes, lloras mientras ríes. Lloras y ríes al mismo tiempo en un sinsentido. Estiras los brazos esperando que alguien te atrape en tu caída libre.
Ese maldito olor a hierro, ferroso que corta el interior de la nariz está de nuevo manchando tus brazos, y tu suelo... tan blanco. La carta final ha cambiado tantas veces que terminas por escribir simplemente “gracias” y firmas siempre del mismo modo, con una cara sonriente. Esperas a que el frío recorra tu espalda y quieres vomitar tu alma, te retuerces en el suelo, pero peor castigo es para ti seguir de este lado. Una vez más has fallado.
Un súbito suspiro te despierta y el reguero te envuelve, marrón y pegajoso, un desorden que tienes que limpiar porque te has jurado no hacer de esto un escándalo, simplemente deseas desaparecer, y en tu egoísmo, dejar de pensar en lo que pasará después. En la locura y el desconsuelo, en las lágrimas que crees no merecer. Después de todo, si ha sido tu decisión ellos deberían sentirse felices de que has encontrado la libertad.
Duele pero te repites como mantra que “¿qué es un último dolor antes de dejar de sentirlo para siempre?”, y sientes el metal por debajo de la piel, y sientes la sangre escurrirte y de pronto crees que sangras por las manos, por la boca y por los ojos, pues sólo alcanzas a ver el rojo de tu propia ceguera. En donde sólo ves a un Anubis cruel y un ángel cobarde, en donde sólo ves fracaso que piensas inminente. No hay luz.
El apocalipsis resuena “on repeat”, tu teatral desenlace sólo puede ser acompañado por un puñado de canadienses renegados. Una y otra vez las guitarras y los cellos de Godspeed You! Black Emperor te hacen trizas, por fuera te destazan, por dentro te confortan. Y sientes frío y un poco de miedo, abres los ojos hasta que las figuras no sean más que manchas y esperas, ingenuo, que por fin sea el día.
Pero no... te han castigado otra vez, te quedas de este lado.
Piensas, insensato, que algo ha de estar deparado para ti y que por eso te han dejado en el lugar en donde estás, pero al día siguiente tan brillante pensamiento es penumbra nuevamente.
Luego ríes del modo imprudente en el que deseas morir.
Luego lo intentas otra vez. Y te aferras a tu hoja de afeitar.
A veces te avergüenzan las marcas que solo te has provocado, a veces te yergues orondo y las presumes como heridas de guerra, y ni tú mismo te entiendes.
Tus alas de cera se han derretido, Ícaro defectuoso que quiso alcanzar al sol, y te caes de bruces al suelo y ni las manos metes, ahí te quedas. Esperando... esperando.
Sueñas, entre pesadillas y alguno que otro pensamiento dulce, puedes dormir. Porque dormir es lo más parecido que existe a la muerte.
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